jueves, 12 de abril de 2012

Etapa 35 (151) Cala del Pino-Playa de Cantarriján

Etapa 35 (151) 23 de julio de 2008
Cala del Pino-Playa de Cantarriján.

Hoy volvemos a tener cambio de provincia; de Málaga a Granada. He utilizado mapas tan distintos que resulta imposible pegar con engarce exacto.

Hormigas en vez de jabalíes.
Hoy inicio la jornada 35. He dormido bastante bien, a pesar de que las piedras que forman mi cama se han ido desplazando y no había quedado perfectamente horizontal el suelo, algo inclinado hacia el mar. Durante la noche la luna se ha presentado muy luminosa y en la fase de balón de rugby, menguante. El mar calmo, con su suave romper de ola adormecedor, prometía una noche tranquila; así se inició pero, probablemente de madrugada, oigo pisadas que me intranquilizan. Me incorporo, pero no veo absolutamente ningún movimiento, ni por tierra, ni por mar, ni por la zona de mis vecinos. Por la mañana me enteraré por Sonia que han aparecido una familia de jabalíes con sus jabatos y, tanto ella como Alfredo, han estado dispuestos a dejarles que se comieran toda la comida que tenían. ¡Qué miedo han pasado! Y, a la vez, ¡qué precioso! ¡Lástima que yo no lo haya visto! Posiblemente no me hayan visitado por no tener comida; me había comido todo lo que me dejaron Montse y Juanjo y sólo quedaban, bien envueltas, las patatas fritas sobrantes, que se las han comido las hormigas infiltradas.

Chicharras cantarinas.
A las siete de la mañana ya empiezan las chicharras con su aleteo (quizás mejor, elitreo) cantarín, parece que son sus élitros los que producen ese sonido tan característico y me acuerdo de la fábula de la cigarra y la hormiga, la cigarra que se pasó el verano cantando, mientras que la hormiga lo hizo trabajando y acumulando comida para el invierno. En este momento de las siete de la mañana, las cigarras me cantan y las hormigas se van llevando trocitos de mis patatas fritas a sus madrigueras; no me había enterado de que el regalo de los granadinos era para compartir. Estas hormigas tendrán comida para el próximo invierno pero, ¿qué harán las cigarras? Espero que Samaniego no tuviera razón y también mantengan su derecho a la vida.

Paseando con Sonia mientras Alfredo duerme.
Yo ya he dormido suficiente y me he recuperado de la intensa jornada de ayer. Me baño, salgo del agua y vuelvo a entrar. El agua está translúcida, increíblemente limpia, pues se ven nítidos los fondos de piedrilla; luego me dirá Sonia que ayer vieron cómo una manta-raya se rastreaba por el fondo y les miraba con sus ojillos pequeñajos. Yo me he vestido y, cuando estoy recogiendo mis pertenencias, Alfredo se rebulle y pone un pañuelo por la cabeza; pienso que es para defenderse de los mosquitos. Cuando paso por delante de ellos y saludo, Alfredo ni me ve, pero Sonia se incorpora y me devuelve el saludo. Se levanta y se acerca vestida a la orilla. Le pregunto si no le da pena no bañarse, pero me responde que tiene frío. Le hablo de mi viaje, de mi actitud hacia el entorno físico y humano, de mi diario, de mis dibujos, lo que me pasó en Ayamonte, en Tarifa, de las oposiciones de Sara… Estamos muy a gusto, pero ella no me habla de sus cosas, ya tiene con quien compartir y tiene tema suficiente para contar a su pareja, cuando se despierte, sobre lo hablado conmigo. Entre ocho y 8:30 h asciendo la durilla cuesta arriba que, al subir, me parece menos dura que lo que me pareció ayer al bajar. Arriba veo el coche de la pareja, aparcado. Desde la cima del acantilado, saludo a Sonia, pero no consigo hacer coincidir el momento de la visualización, así que mi saludo quedará perdido en el aire. 

Hacia El Límite, donde comeré los regalos de la huerta del Barranco.
Vuelvo a coger la carretera vieja. Voy ilusionado porque hoy entraré en Granada, finalizando las tres provincias andaluzas más occidentales: Huelva, Cádiz y Málaga, y considerando que ya he hecho más de la mitad de mi andadura, quedándome otras dos: Granada y Almería, las andaluzas más orientales, y Murcia, ahora comunidad uniprovincial, tras tantos años inexorablemente unida a Albacete. Veremos qué pasa y si llego a Alicante. La ilusión con la que voy por la carretera vieja, se verá truncada cuando me encuentro con que, en esta ocasión, este tramo no está conectado con la nueva; así que, cuando llego al corte, y veo imposible coger por allí la general, no me quedará más remedio que retroceder al punto de arranque. Esto me supone perder unos 20 o 25 minutos. El paseo no ha sido baldío, porque así he podido sacar foto de lejos de la última playa malagueña, la de El Cañuelo y, en el regreso, ya iluminado por el sol, al torreón que está sobre la Cala del Pino. El firme de la calzada está recién asfaltado, y termina en terreno de nadie, pues no acabo de saber si es de Málaga o Granada, pues una brigada de obreros está colocando las señales informativas y de circulación. Según veo, esta brigada corresponde a la Diputación de Málaga, así que todavía no he llegado a Granada. La brigada ya terminó de poner las vallas protectoras y de pintar el firme con precisión. Entro en el bar El Límite, recomendado ayer por Montse y Juanjo, veo que en cada mesa hay aceite, vinagre, sal y pimienta, y pido un café con leche y permiso para poder comer el tomate y los aguacates. Me dejan un plato y cubiertos y pago dos euros, uno por el café (1+1=2 €). ¡Qué desayuno tan completo! Tomate y aguacates ecológicos, muy bien aliñados, regalo de Ela al caminante y café con leche. Y estoy en el límite ¡Qué acierto haber entrado aquí a desayunar! De primeras, el que atiende, está a lo suyo y aprovecho un momento en que ya ha atendido a todos y yo he terminado de almorzar, para explicarle la circunstancia por la que llegaron a mí esos frutos ecológicos del Barranco de Maro. Pido que me pongan el móvil a recargar, pues me estoy quedando sin batería, pido aguita para la continuación del camino y agradezco todas sus atenciones. 

 

Primer encuentro granadino con uno de Badajoz: Enrique Capilla, fotógrafo.
Pienso que con ese desayuno tan nutritivo que he hecho, podré pasar sin comer y hago un cálculo que, tal vez, pueda llegar a cenar y dormir a Almuñecar. Pero, cada vez que cambio de provincia, y de mapa, los cálculos se me desbaratan. Esta noche dormiré en la playa de Cantarriján. Salgo de El Límite y sigo la carretera y encuentro un gran aparcamiento recién pintado y con asfaltado también reciente que, como no tiene acceso desde donde yo voy, me hace pensar que tiene otra entrada. Logro entrar por la parte más granadina y allí sólo hay un coche aparcado, en la sombra y con la puerta trasera levantada; no se ve a nadie, pero me fijo mejor y veo una o dos piernas por debajo de la puerta. Son las piernas de Enrique y, aunque él está en momento de reflexión y este lugar solitario parece ideal para dilucidar qué hacer con su vida y pensar en su futuro, no tiene inconveniente en aparcar lo suyo y prestar atención al caminante. Como fotógrafo profesional, en Llerena, me dará claves para sacar mejores fotos. Me recomienda que use Velvia-50 de Fuji (suelo usar Sensia o Kodak); me informa de que el rollo de 400 que compré, produce un grano demasiado gordo (no sé si esta expresión es correcta en el mundo de la fotografía, o es una versión mía de lo que él me dice) también en diapositivas, y que no lo utilice para hacer fotos de interior, ya que el grano será más ostensible. Yo pensaba que, al tener más sensibilidad, era precisamente al contrario, esto es, que era mejor para fotos de interior. Me anima a que abra una página Web para contar mis experiencias de viaje, ilustradas con las diapositivas (que deberé digitalizar) y los dibujos (que deberé escanear). Todo este lenguaje es nuevo para mí, y necesitaré mucha ayuda. Tendré que esperar a otoño de 2010, fecha en que mi yerno Josu, además de otras ayudas, me orientará para comprar un ordenador portátil y un escáner de diapositivas y negativos fotográficos, y empezaré a contar mis andanzas; no ha sido en Web, sino en un blog que me a traído hasta aquí, como podéis comprobar. Y parte del empujoncito se lo debo a este encuentro con Enrique, al cual agradezco. No será el único que me lo ha dicho en todo este tiempo y no quiero ser descortés mermándoles méritos a los demás. Le comento que voy teniendo algunos encuentros que no me gustaría contar para preservar la intimidad y la identidad de los informantes, ya que entran en el terreno de la confesión al sacerdote, o al psicólogo pero que, sin embargo, quiero narrar para que se vea qué nivel de confidencialidad logro arrancar de alguno de mis encontrados, que el camino me ofrece. Hablando con él, decido pautas como: camuflar el nombre, contarlo fuera de contexto y otras opciones. Le cuento sobre playa Meco, la playa nudista portuguesa para uso de los extremeños hispanos; de la noticia de El DiarioVasco, en que se hablaba de mi proyección de diapositivas, de mi viaje por la Vía de la Plata partiendo de Trigueros y de que no pude acercarme a Zafra (él me la mostrará en 2011). Enrique ha hecho dos veces el Camino de Santiago francés y yo le recomiendo que haga el de la costa con parsimonia. También quiere hacer la Vía de la Plata, pero desde Sevilla, no desde Huelva como hice yo. Podríamos pasar toda la mañana hablando; los dos tendríamos cuerda para varios días dándole a la sin hueso. Es un buen interlocutor, receptivo y expresivo. Mientras hablamos, la sombra de la montaña ha hecho su recorrido y ya da el sol sobre el capó de su coche; así que nos orillamos y seguimos un poco más de cháchara. No le cuento lo de la familia de Oia, pero sí lo del crucero con baldaquino de Baiona, para mí más interesante que su Virgen de la Piedra. Me da su tarjeta con domicilio en Llerena, teléfono y e-mail, lo que dará pie a un intercambio epistolar. “Tendrás noticias mías”, le digo, y nos despedimos.

Relación epistolar con Enrique.
Es una constante en sus cartas la expresión de que le doy una envidia sana por hacer lo que hago y que cree que algún día el también lo hará; lo califica de “¿locura?” y me insiste en la realización del blog para poder compartirlo con otros, ya que él no puede asistir a mis proyecciones de dispositivas en el País Vasco, por estar muy ocupado. Le mandé una copia de mi dibujo del dolmen de Carmonita y me decía que al balneario de Fuentes del Trampal, al que he ido dos veces, solía asistir su madre; que si volvía a ir, que le llamase. Me contestó que el dibujo lo había colocado en lugar visible y que le gustaría ver en el blog los demás que justamente vio en un momento en este encuentro granadino. En Navidades de 2010 le mandé una felicitación con uno de mis dibujos del viaje pero, pasado un tiempo, me llegó devuelto el sobre por Correos. En verano 2011 me notificó el Imserso que tenía plaza de nuevo en Fuentes del Trampal y le mandé un e-mail para vernos; tampoco recibí respuesta; estaba preocupado por que le pudiera haber ocurrido algo malo. Llamé por teléfono y me contestó su exmujer sorprendida por que Enrique no me hubiera comunicado su separación. Nuevo e-mail y llamada a su móvil y ya, por fin, tras tres años, pudimos darnos un abrazo en Almendralejo; con mi amigo Martín, que fue mi compañero de habitación en el balneario, me llevó a conocer Zafra y a tomar un café en el Parador y nos pusimos al día sobre nuestras vidas. ¿No os sorprende que, de un encuentro tan nimio, pudiera surgir una amistad tan grande? La primera que no lo entendía era su mujer, cuando vio que empezaban a llegar las primeras cartas. Y tendríais que ver la calidez de sus cartas escritas a pluma y que guardo como un tesoro.


Ponen problemas a los coches para bajar a la Playa de Cantarriján.
Tras despedirme de Enrique, sigo la carretera y, enseguida, llego al aparcamiento previo a la bajada de la playa de Cantarriján. Ya había oído una crítica en el bar, ya que prohíben a los coches y cobran por bajar en microbús. Me acerco al puesto de cobro, donde hay un hombre y una chica. Les cuento de dónde vengo y el hombre conoce Saint Palais y Saint Jean Pied de Port. Resumo el recorrido. Algunos coches intentan bajar y la chica corre para disuadir a sus conductores. Ella es la que cobra. Yo empiezo la bajada por la carretera y el paseo resulta muy ingrato, y eso que sólo suben y bajan los vehículos autorizados, que sólo tienen que ser de servicios y suministro de material para los bares y restaurantes que hay en la playa; también sube, de vacío, el pequeño bus para los viajeros que han tenido que dejar el coche aparcado arriba. Espero que, para cuando baje la siguiente tanda, yo ya haya llegado abajo. ¡Demasiada circulación para una carretera que pretenden sea sin circulación! Hay tramos de pista de cemento a rayas y otros de tierra prensada con piedras, donde los vehículos que circulan levantan mucho polvo y el trabajo del caminante consiste en colocarse en el lugar adecuado para que le vaya el menor polvo posible, cambiante, según de dónde sople el viento.

Nudismo en Cantarriján
Llego a la playa y, en la primera parte, observo que hay pocas personas desnudas, así que camino hacia levante y me detengo en una zona próxima a la orilla, pero con arena seca y entrada al agua con piedrecillas amables para no herir más mis pies dañados. La entrada al agua es translúcida, casi más que la de Los Pinos; el agua está buenísima, aunque algo más calentita que lo que me suele gustar; ¡qué relajo! Me doy dos baños y paseo para secarme al aire y luego me tumbo sobre la toalla que he puesto encima de arena y piedrecillas que se hunden en ella; me daré un tercero y cuarto baño. En el segundo, hablo en el agua con una chica, que considera que el mar está a la temperatura ideal; está con otra chica, pero ambas desaparecerán dejando toallas extendidas, sombrillas y demás enseres. Hacia las dos y media consulto a mis vecinos y decido ir a comer al restaurante, dejando la mochila grande, toalla y pareo, sin miedo a que me desaparezcan y ocupando mi espacio para que no me lo quiten, como veo que hace la mayoría; el pareo cada vez tiene más agujeros y da sensación de pertenecer a un pobrete; ¿qué pensará el ladrón?

Comida en La Bola Marina.
Me pongo camiseta y pantalón y allí dejo, también, el calzoncillo. Desde la playa veo el segundo camino de subida para cuando mañana abandone Cantarriján y ascienda por el acantilado. Entro en el primer restaurante, pero no ofrece menú y, mirando la carta, calculo que me va a subir un pico la factura; así que voy al segundo, La Bola Marina, donde ofrecen menú: cocktail de gamba y aguacates con lechuga, piña y pasas; entrecot muy poco hecho a la pimienta, con arroz y patatas. El cocktail me lo como en un santiamén y del segundo empiezo por el arroz que es lo menos apetecible, pero que me repone energías para seguir caminando. La salsa está rica y muerdo algún grano de pimienta que, al ser fresca, me resulta menos fuerte de lo que me temía. El camarero se preocupa por la carne y me pregunta si está a mi gusto y mi respuesta es afirmativa; el otro me ofrece pudding de queso, en lugar del helado ofertado. Todo ha sido acompañado por una jarra de tinto de verano y  me ha costado 16 €, así que, como no cenaré, el día me saldrá baratito; y ya llevo 27 días durmiendo al aire libre, una forma de compensar la pérdida de la cartera en Ayamonte. Mientras acabo de escribir el diario, iré terminando la jarra de tinto de verano. El prospecto informativo que me han dado arriba, en el control de entrada de coches, me da datos sobre los acantilados de Maro y Cerro Gordo (el final de Málaga y el inicio de Granada). Estamos en una franja de costa de 12 km que, con la milla de mar correspondiente, penetra en el Mar de Alborán y, en tierra, con las estribaciones de acantilados abruptos de la Sierra de Almijara. También hay bajo el mar, praderas de posidonia oceánica. En el espacio mencionado hay cinco torres almenaras, el sistema diurno de comunicación era mediante señales de humo y, por la noche, con fuego real. Uno de los vecinos de la playa, aparece por La Bola Marina y, luego, la chica de arriba, la que cobra a los coches, quien me indica que puedo dormir en la playa; ¡cómo si no lo supiera!, aunque le agradezco la información. Me confirmo a mí mismo que el plan de ir a dormir a Almuñecar queda anulado. Voy a hacer uso del servicio, pero no está la llave porque está ocupado, y tengo que esperar. Se abre la puerta y sale un chaval extranjero, que no ha tenido la gentileza de pasar la escobilla: ¡que limpien la mierda los hispanos!, habrá pensado; cago, paso la escobilla y recojo un poco de papel por si surge la necesidad.

Tarde en la playa de Cantarriján.
Vuelvo a mi sitio reservado en la playa y me daré baños cortos y a menudo; unos seis. Al hacer la plancha, noto más salinidad en el agua, como que floto más; tanto los pies como el pito flotan relajados sobre la superficie del agua. ¡Qué delicia! Resulta grata esta sensación de ingravidez. Me tumbo sobre la toalla apoyando la espalda en la mochila y observo cómo la uña segunda del pie derecho se ha desprendido por el lado izquierdo, así que intento desprender también su lado derecho, hasta que lo consigo; ¡fuera uña! Un vecino de playa manipula su verga con resultado incierto, es decir, no consigue que se le ponga contenta. Uno de gafas, de edad intermedia y que ya estaba cuando he llegado por la mañana y otro mayor y, que está más arriba, se la colocan dando la apariencia de tenerla empalmada pero, en realidad, es que tienen una verga grande y quieren dar el pego. No sé que pretenden conseguir, ¿calentar al personal? O ¿es un juego que se traen entre ellos? Estas cosas también pasan en las playas nudistas. Tres veinteañeros extranjeros están en zona intermedia de la playa, delante de una cueva; los tres están desnudos, pero uno de ellos, ahora, se pone el calzoncillo blanco clásico cada vez que va a bañarse. Para gustos se hacen los colores, pero para mí, uno de los placeres mayores de estar desnudo es el de bañarme sin ropa. No lo entiendo además porque, por la mañana, se iba a nadar desnudo con naturalidad. Algo más a levante, dos chicas se bañan e intercambio con una de ellas sobre el gusto por el baño. Yo me sorprendo a mí mismo, ya que normalmente hablo a todo el mundo de mi viaje, y aquí, me estoy resistiendo a contarlo. 

Otro dibujito más.
Me pongo a hacer un dibujo de la playa en la libreta y, algo que suelo evitar, hoy quiero plasmar figuras humanas y el movimiento de sus cuerpos, con el fin de hacer algo que no se me da muy bien e ir cogiendo confianza. Mi primer intento fue en Bolonia (Zahara de los Atunes). Me equivoco también al plasmar la parte malagueña de la entrada al mar y me resulta un trabajo poco brillante y que me obliga a hacer un refrito y, para colmo, el sol me está cambiando continuamente la iluminación alterando las sombras en la roca. Bueno, dejémoslo; otra vez saldrá mejor.  Dos de los extranjeros se van a una roca a levante y se tiran de la roca al agua. También cuatro jóvenes textiles se tiran del acantilado y dan un grito en el aire que llama la atención, ¡como si no llamaran suficientemente la atención estando en bañador en playa nudista! Un grito que compensa el pánico del salto al vacío. Es el comentario que hago a mi vecino antes de que se vaya y que me responde molesto por ellos y dice: “si no van a desnudarse, que no vengan”. Yo defiendo mi teoría del respeto, pues tienen el mismo derecho que nosotros a venir a esta playa, y añado que cada uno tiene su momento en la vida; aunque había hecho nudismo en el viaje de novios y, puntualmente, en alguna otra ocasión, no empecé a ser nudista hasta los 35 años.

Atardecer en Cantarriján. Pilar y Héctor montarán su tienda.
Los nudistas y la gente, en general, empiezan a desfilar y a abandonar la playa. Ya he terminado el dibujo y me he bañado. Ahora me paseo por la orilla del agua. Veo a un grupo al que oigo en su intención de montar la tienda. Estoy con dos mujeres, son amigas; el matrimonio que va a montar la tienda, Pilar y Héctor, de Granada y el que pasa sus vacaciones en La Herradura. Los granadinos montaron ayer la tienda en la playa y durmieron en ella, pero hoy dudan si montarla o no, aunque tienen claro que se van a quedar a dormir aquí. Hay también otro señor que durmió ayer y dormirá hoy. El montaje de la tienda supone una gran movida, ya que deben esperar a que finalice el control de arriba, bajar el coche con sus pertenencias, hacer el montaje de la tienda y, mañana, temprano, subirlo de nuevo antes de que comience el control. Si seguimos la secuencia, sería la siguiente: Llegan arriba y aparcan el coche, bajan a la playa en microbús, sube uno en microbús al finalizar el día, baja a la playa en coche y, por la mañana, lo vuelve a subir y baja en el microbús, si lo espera, o baja a pie como yo. La pareja ha dejado en primera línea de playa toallas y parasoles y cogido sitio para los amigos que, cuando lleguen, que no será temprano, pues mañana los veré y hablaré con ellos aún sin salir de La Herradura, disfrutarán de un lugar privilegiado. Dejo a los cuatro con sus dudas y me olvido de ellos.

Sonia, Tete y Ángela y el milagro de las gotas de lluvia.
Dos mujeres jóvenes y la hija de una de ellas me dicen que el último microbús es a las 10:00 h. Han dormido varias noches en esta playa. Sonia, de Madrid, parece una mujer generosa. La podría reconstruir como una mezcla de tres mujeres que conozco: Espe López, la actriz de Legaleón; una monitora de natación que en la piscina de Hernani enseñaba a nadar a un grupo de personas con deficiencia mental de Gureak, de la que no recuerdo el nombre; y Maite Ríos, una amiga de mis hijas y que cubre el servicio de enlace y reparto en moto en el Ayuntamiento de Irun. Es curioso que al hablar con Sonia me vengan a la mente estas tres mujeres tan dispares y que, entre las tres, me den pie para recomponer la persona de Sonia; pero una mente liberada por el camino es capaz de eso y de más. Aunque también interviene Tete en la conversación, es mayor el atractivo de su amiga, que me atrapa y, apenas dejamos espacio a Ángela quien, finalmente, acabará por decir lo que me quiere decir. Y no será tanto la bajada de cabras que vieron ayer noche por la pendiente pedregosa y casi vertical del acantilado, como el milagro de las gotas de lluvia que cayeron una de las noches (hoy se repetirá el milagro). Ángela se siente feliz por haberme podido contar tan singular acontecimiento y Sonia me agradece mi acercamiento pues, al verlas con las esterillas, había pensado que hoy también se quedarían a dormir. Como todavía son las 21:30 h les queda media hora para esperar al último autobús, así que seguimos charlando un poco más.

Nocturno en Cantarriján. Una noche movidita.
Me despido de las tres y voy hacia mi sitio. Una parejita, con dos perruchos, dormirá en la separación de las dos playas. Al pasar, saludo al solitario que también va a dormir en la playa. En el otro restaurante se prepara cena y fiestecita, pero el ruido de la música no llegará hasta donde voy a dormir, en zona intermedia de la playa y a la altura de la cueva, por si necesitara techo protector. Y con este repaso de las personas que pensamos dormir en la playa, me creo que ya tengo todo controlado y puedo dormir tranquilo. ¡Qué iluso! Antes de acompañar al trío femenino, había dejado esterilla y saco extendidos en la zona elegida. Si a mediodía ya había comido cocktail de gambas, ahora me toca meter al buche cocktail de maíz y cacahuetes, los que todavía me quedan de la bolsa que me dio Eli, la que se quedó embarazada, en la playa de la Alcaidesa. Me doy un ligero masaje de aloe-vera en los pies. Inicialmente me había puesto a la entrada de la cueva, pero como al arrimo de la oscuridad y la mayor humedad de la roca, aleteaban demasiados mosquitos, decido colocarme en la zona mencionada. Las piedras pequeñas son fáciles de acomodar. Antes de acostarme veo una cabra que baja por la pared del acantilado, pero por la noche no veré ninguna más. Sin dejar tiempo a que salga la luna menguante y teniendo a la Osa Mayor a mi derecha, mirando al mar, y un meteorito cruza el firmamento, echo el primer sueñecito; pero será un sueño fugaz, como el meteorito, pues empiezo a oír un ruido que me despierta: se trata de la lluvia, el milagro de Ángela, que se vuelve a producir. Salgo del saco, lo pongo sobre las mochilas y la almohada inventada y reinventada de todos los días y lo cubro todo con la esterilla por el lado negro. Estoy desnudo bajo la lluvia unos dos minutos, el tiempo en que ésta deja de caer, sin mojar prácticamente nada de mis enseres y, cuando ya no cae gota alguna, me vuelvo a instalar en el lugar. Me vuelvo a dormir, pero oigo los pasos de tres pescadores que se dirigen hacia levante, hacia la costa que queda al otro lado de la roca en que se tiraban de pie al agua los textiles. Les doy mi saludo de buenas noches, pero ni me contestan; no sé si porque no me ven o porque el ruido de la ola al romper ha amortiguado me voz. La realidad es que llegan hasta el rincón y ascienden por las rocas, alumbrados por sus linternas de mano y las que llevan en la cabeza; así desaparecen de mi vista. Casi al unísono, llegan dos hombres a la cueva; parecen algo “mamaos”, por los comentarios que oigo; penetran en ella y encienden sus mecheros, inspeccionándola, y llegan hasta el fondo de la cueva, salen de ella y se van. Nada más marcharse, empieza de nuevo a llover y, aunque el aparato eléctrico está muy lejano, en el mar, no quiero estar toda la noche haciendo y deshaciendo mi cama y decido entrar definitivamente en la cueva, y me acomodo en la parte más próxima a la entrada, lugar en que creo permaneceré defendido de la lluvia. Ya ha bajado la intensidad de calor del atardecer y ahora hay menos mosquitos. Cuando ya estoy acomodado y dispuesto a dormir, vuelven a aparecer los dos hombres. Uno es andaluz y el otro irlandés, pero ahora vienen acompañados de una inglesa bastante bebida que me dirá al llegar: “I’m sorry”, “I’m sorry” y me dará la mano. En la penumbra me parece muy delgada y le oigo decir algo de “cold”. Como la inglesa tiene frío, se acomoda tumbada entre los dos hombres, haciendo no un caliente 69, pues sobraría uno, sino un 999 algo más pudoroso. No lo puedo asegurar, pero en la oscuridad me parecen que están en el siguiente orden: irlandés, inglesa, andaluz; a veces, el irlandés deja de ser un 9 y mira de frente a la inglesa y, otras, la inglesa también se enfrenta al andaluz. Previamente han extendido una manta, pero ella se cubre con una toalla adicional, así que me da la sensación de que poco sexo va a haber. Durante la noche, la inglesa sale de la cueva y se acerca a la orilla para orinar, ¡tiene que evacuar la borrachera!, y el andaluz le acompaña. En uno de mis despertares, veo que el cielo ha vuelto a estar estrellado, así que, por tercera vez en esta noche, vuelvo a salir de la cueva y me acuesto a mitad de playa y allí dormiré hasta las siete de la mañana, arrullado por el sonido de las olas al romper en la orilla. No me ocurre como a Nietzsche, tal como cuenta en su Ecce homo que, cuando llegó a un “albergo” italiano, “…por la noche el oleaje imposibilitaba el sueño…” A esta hora, los mosquitos vuelven a zumbar.

Un día y una noche muy intensos, que me llevan a recordar los riquísimos tomate y aguacates que me comí en El Límite; el instructivo y cálido encuentro con Enrique, el fotógrafo de Llerena; la charla con Tete, Sonia y Ángela (creo que Ángela era hija de Tete) y, después de ocurrido el milagro de la lluvia, quiero creer que no había nubes y la lluvia era producto de la condensación de partículas de agua, retenidas en el aire por el farallón del acantilado de Cantarriján. Y el final, con los forajidos piratas que han entrado en la cueva de madrugada; creo que no entendían cómo en la primera inspección no me vieron y, al volver, yo estaba allí. Se pensarían que estaban más borrachos de lo que creían. Demasiadas anécdotas para un primer día granaíno.

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