Calas del Barronal-Playa Monsul-Playa Media Luna-Cala Carbón-San José-Los Escullos-Isleta del Moro-Rodalquilar-El Playazo de Rodalquilar.
Tras dormir en una de las calas del Barronal,continúo retrocediendo. Hoy tendré el encuentro más emotivo de todos los de mis caminos a pie. Ocurrirá a media mañana.
Segunda visita a San José.
Aquí tenemos una visión más característica de la Playa de los Genoveses y que fotografío ya saliendo de San José.
Abrazo con Salva. Las ratas han dado al traste con el agua de los alemanes.
Me despierto a las 6:40 y para las seis y media ya me levanto y empiezo a recoger saco esterilla y cierro las mochilas. Al poco se levanta Salva que me dice que también ha dormido bien y yo le digo que la presencia del grupo me ha ayudado a lo mismo. No me he levantado ninguna vez para orinar. Nos damos un abrazo matutino, muy parecido al que me di con Ole en El Muerto; ha sido premeditado, con mucho gusto y mucho cariño, otro abrazo, como el de Ole, de reparto de nuestras fortalezas. Hablamos de él, de mí, de su novia, de Marialuisa, paralelismos, distancias, lo que él, lo que yo y todo va configurando un mutuo entendimiento.
Decidimos bañarnos, pero Salva se retrasa porque le da el apretón y se oculta en el fondo. A mí me dará bajando a la siguiente playa. Salgo del agua cuando entra Salva y saco foto del mar, con él peleando con las olas, y orientada hacia el amanecer. Todavía tardará en salir el sol y lo hará mientras hablamos los cuatro. Los alemanes han amanecido perplejos; han tenido la mala suerte de que la rata les ha horadado las dos botellas de agua. Quizás un poco de falta de previsión por no haber dejado las botellas de agua colgando de la techumbre; no habría sido mala medida. Les doy mi botella vacía y repartimos mis dos mandarinas, cada una en dos mitades; están buenas. Salva opina que no son más que ratoncillos, como el que él tiene y cuida en su guarida. Pido a Salva su correo electrónico y me despido también de los alemanes. Doy un beso a Salva y un nuevo y bonito abrazo. Los dos estamos contentos por habernos conocido. Habrá correspondencia.
Yo le escribo regularmente y siempre al final de mis viajes de verano; él me responde cuando puede, siempre e-mails muy característicos; el último fue en enero de 2010, cuando se estaba construyendo una casita en su pueblo y seguía acudiendo siempre que podía a la cueva de su playa Basalto. El proyecto que tenía el año que nos conocimos en el Pirineo quedó en suspenso; no se trata de que Salva suspendiera o no aprobara la prueba, sino que la chica lo anuló. Si fue a Galicia, pero allí tuvo que hacer de terapeuta de un familiar de su amigo. Los alemanes quedaron en mandarle datos de su ong y estaba a la espera. Estaba pasando vacaciones en Cádiz y pensaba volver a Cabo de Gata. Hace unos días, en este frío marzo de 2013, recibí otra carta preciosa de él. Nos seguimos queriendo.
Decidimos bañarnos, pero Salva se retrasa porque le da el apretón y se oculta en el fondo. A mí me dará bajando a la siguiente playa. Salgo del agua cuando entra Salva y saco foto del mar, con él peleando con las olas, y orientada hacia el amanecer. Todavía tardará en salir el sol y lo hará mientras hablamos los cuatro. Los alemanes han amanecido perplejos; han tenido la mala suerte de que la rata les ha horadado las dos botellas de agua. Quizás un poco de falta de previsión por no haber dejado las botellas de agua colgando de la techumbre; no habría sido mala medida. Les doy mi botella vacía y repartimos mis dos mandarinas, cada una en dos mitades; están buenas. Salva opina que no son más que ratoncillos, como el que él tiene y cuida en su guarida. Pido a Salva su correo electrónico y me despido también de los alemanes. Doy un beso a Salva y un nuevo y bonito abrazo. Los dos estamos contentos por habernos conocido. Habrá correspondencia.
Yo le escribo regularmente y siempre al final de mis viajes de verano; él me responde cuando puede, siempre e-mails muy característicos; el último fue en enero de 2010, cuando se estaba construyendo una casita en su pueblo y seguía acudiendo siempre que podía a la cueva de su playa Basalto. El proyecto que tenía el año que nos conocimos en el Pirineo quedó en suspenso; no se trata de que Salva suspendiera o no aprobara la prueba, sino que la chica lo anuló. Si fue a Galicia, pero allí tuvo que hacer de terapeuta de un familiar de su amigo. Los alemanes quedaron en mandarle datos de su ong y estaba a la espera. Estaba pasando vacaciones en Cádiz y pensaba volver a Cabo de Gata. Hace unos días, en este frío marzo de 2013, recibí otra carta preciosa de él. Nos seguimos queriendo.
Retrocediendo a Cala Carbón por la costa.
Subo la montaña por el lado del acantilado y digo adiós con la mano desde la cima. Cuando estoy bajando hacia la playita siguiente, es cuando me entra el apretón; menos mal que está solitaria. Hay playa con cuevas, que también están vacías. Empiezo a ver gente que está dormida, tras la juerga nocturna.
Al llevar a Monsul, quizá una de las playas más bonitas del lugar, dividida en dos por un gran peñasco, quizás isla en la marea alta, y con duna que asciende por el lateral más norteño; este año la duna tiene poca arena. Antonio o acaba de bañarse, o acaba de desnudarse, y se pasea por la orilla. Charlamos. Es de Granada y tiene su segunda casa en propiedad en San José; no es mala idea, si se tienen posibilidades de uso y recursos.
Está feliz por haberla comprado y lleva muchos años viniendo aquí. Nunca ha venido en invierno, pero en primavera ya la aprovecha. Tras el baño, me despido de Antonio y sigo adelante. Sin cenar ayer, no me gustaría llegar demasiado tarde a desayunar y, aún me quedan calas para alejarme. También en la Cala de la Media Luna, la gente está despertando.
Una pareja desnuda, resulta “rara avis”, hacen o simulan hacer el amor sobre la colchoneta. Un hombre que está en caravaning sale del agua y un amigo le deja su ropa para que se la lleve, mientras se baña, a la vez que yo, y luego se va hacia la autocaravana. Me seco y voy hacia Cala Carbón pero, su estructura costera, me obliga a meterme por interior.
Es una playa con dos zonas, una de piedras y otra de arena fina. Paso a la de arena fina, donde Andrés lee Anibal. Es de Jaén y tiene que volver allí cada dos días para alimentar y limpiar a sus animales domésticos. “¡Qué suerte que no los tengo!”, me digo.
Tras un baño y foto que me saca Andrés, de recuerdo de mi peripecia de imprevisión (la batería agotada) y que me ha “obligado” a volver al día siguiente, justo al lado de donde pasé ayer por la mañana, salgo al cruce de camino de ayer en el momento en que llega un coche con matrícula de Madrid. Voy en bolas y seguiré así hasta llegar a la altura de la playa de Monsul.
Un poco más y María e Iker me encuentran desnudo.
Al llevar a Monsul, quizá una de las playas más bonitas del lugar, dividida en dos por un gran peñasco, quizás isla en la marea alta, y con duna que asciende por el lateral más norteño; este año la duna tiene poca arena. Antonio o acaba de bañarse, o acaba de desnudarse, y se pasea por la orilla. Charlamos. Es de Granada y tiene su segunda casa en propiedad en San José; no es mala idea, si se tienen posibilidades de uso y recursos.
Está feliz por haberla comprado y lleva muchos años viniendo aquí. Nunca ha venido en invierno, pero en primavera ya la aprovecha. Tras el baño, me despido de Antonio y sigo adelante. Sin cenar ayer, no me gustaría llegar demasiado tarde a desayunar y, aún me quedan calas para alejarme. También en la Cala de la Media Luna, la gente está despertando.
Una pareja desnuda, resulta “rara avis”, hacen o simulan hacer el amor sobre la colchoneta. Un hombre que está en caravaning sale del agua y un amigo le deja su ropa para que se la lleve, mientras se baña, a la vez que yo, y luego se va hacia la autocaravana. Me seco y voy hacia Cala Carbón pero, su estructura costera, me obliga a meterme por interior.
Es una playa con dos zonas, una de piedras y otra de arena fina. Paso a la de arena fina, donde Andrés lee Anibal. Es de Jaén y tiene que volver allí cada dos días para alimentar y limpiar a sus animales domésticos. “¡Qué suerte que no los tengo!”, me digo.
Tras un baño y foto que me saca Andrés, de recuerdo de mi peripecia de imprevisión (la batería agotada) y que me ha “obligado” a volver al día siguiente, justo al lado de donde pasé ayer por la mañana, salgo al cruce de camino de ayer en el momento en que llega un coche con matrícula de Madrid. Voy en bolas y seguiré así hasta llegar a la altura de la playa de Monsul.
Un poco más y María e Iker me encuentran desnudo.
El encuentro más emotivo de todos los de mis viajes a pie: Iker y María.
Como ya empieza a haber circulación de coches, prefiero ir vestido para librar mi interior de polvo. Desde la carretera de tierra se ve la duna de Monsul menos bella que otros años; al menos, según alguna foto que veré luego en San José. Llego a un lugar en que han aparcado su coche Iker y su mujer, un joven matrimonio, y se dirigen hacia un camino lateral que, por su orientación, me hace pensar que vaya en dirección a una de las playas del Barronal; así que, sin conocerles, aprovecho para preguntar: “¿Me podéis decir cuál es el nombre de la playa al que sale el camino?” Pero Iker no lo sabe y, según continúa hablando, voy percibiendo algo que me resulta familiar.
Les pregunto de dónde son y ella me responde: “andaluza” y él “de Donostia”; empieza un cosquilleo, “¿nombre?”: Iker y, al preguntarle el apellido, él hace un gesto como diciendo “¿para qué quieres saber mi apellido? No te va a servir para nada”, pero me responde: “Urreizti”. Si yo en ese momento hubiera sido capaz de controlar mi emoción, podría haberle dicho, “claro, el afamado jugador de baloncesto de equipos mil de la división de honor” y se hubiera meado de gusto, de ser tan reconocido como buen deportista en el área hispánica.
Otra opción podría haber sido la de continuar la retahíla de apellidos: “Aldalur, Agirre, Arrieta” y, entonces, se hubiera caído de culo. Pero la emoción me embarga y no le pido más que me de un abrazo, le doy un beso y le digo quien soy: “amigo de tu difunto aita, Andoni”. Al poco me enseña su brazo con los pelos erizados y me dice: “se me ha puesto carne de gallina” y es algo que parece me lo esté diciendo el propio Andoni. ¿Puede ser algo genético?, ¿algo aprendido de él?”. Es la forma de decirlo, el hacerlo con espontaneidad.
Iker sigue jugando a baloncesto, creo que ya dejó el Caja Canarias y, ahora, juega en algún equipo andaluz pero, aunque me lo dice olvidé apuntarlo. Ella es María, su pareja y el primer hijo, Andoni, nació en Jerez. ¡Un Urreizti andaluz! Como Iker pertenece a una familia que ama lo vasco, Iker a María le llama Maritxu. Hoy han venido a la playa ellos dos solos, pero en ocasiones en que está Yolanda, la madre de Iker y también amiga mía, suele acompañarles a estas magníficas playas del Cabo de Gata y comportarse como una más.
Al menos eso me dirá, cuando le visite en Donostia, a mi regreso y le cuente tan inesperado encuentro con su hijo. Yo a Iker había dejado de verle desde pequeño, probablemente con menos de diez años. Es de la edad de mis hijas e hicimos algún fin de semana familiar juntos, en Basa-Kabi, creo pero, desde entonces, le había perdido la pista; de ahí que hoy, para mí, era un desconocido más al que pedir información. Le cuento que vengo andando desde Portugal y hubiéramos seguido hablando un rato, si no fuera porque entre la comida de ayer y el mediodía de hoy, que ya se acerca, sólo he comido dos briñones y un cuarto de mandarina, además de ir ya sin agua. Con harto dolor me tengo que marchar. Iker, según dijo a su madre, creyó que tenía prisa y a él también le habría encantando seguir charlando y a mí continuar disfrutando de la misma playa que ellos, todos en bolas, en tan magnífico lugar. Pero todo no puede ser. Me despido de María e Iker, pareja a la que no he vuelto a ver; tampoco conozco a Andoni, el chiquitín de la familia. Ya habrá ocasión. Me conformo con el recuerdo de tan bonito encuentro.
Les pregunto de dónde son y ella me responde: “andaluza” y él “de Donostia”; empieza un cosquilleo, “¿nombre?”: Iker y, al preguntarle el apellido, él hace un gesto como diciendo “¿para qué quieres saber mi apellido? No te va a servir para nada”, pero me responde: “Urreizti”. Si yo en ese momento hubiera sido capaz de controlar mi emoción, podría haberle dicho, “claro, el afamado jugador de baloncesto de equipos mil de la división de honor” y se hubiera meado de gusto, de ser tan reconocido como buen deportista en el área hispánica.
Otra opción podría haber sido la de continuar la retahíla de apellidos: “Aldalur, Agirre, Arrieta” y, entonces, se hubiera caído de culo. Pero la emoción me embarga y no le pido más que me de un abrazo, le doy un beso y le digo quien soy: “amigo de tu difunto aita, Andoni”. Al poco me enseña su brazo con los pelos erizados y me dice: “se me ha puesto carne de gallina” y es algo que parece me lo esté diciendo el propio Andoni. ¿Puede ser algo genético?, ¿algo aprendido de él?”. Es la forma de decirlo, el hacerlo con espontaneidad.
Iker sigue jugando a baloncesto, creo que ya dejó el Caja Canarias y, ahora, juega en algún equipo andaluz pero, aunque me lo dice olvidé apuntarlo. Ella es María, su pareja y el primer hijo, Andoni, nació en Jerez. ¡Un Urreizti andaluz! Como Iker pertenece a una familia que ama lo vasco, Iker a María le llama Maritxu. Hoy han venido a la playa ellos dos solos, pero en ocasiones en que está Yolanda, la madre de Iker y también amiga mía, suele acompañarles a estas magníficas playas del Cabo de Gata y comportarse como una más.
Al menos eso me dirá, cuando le visite en Donostia, a mi regreso y le cuente tan inesperado encuentro con su hijo. Yo a Iker había dejado de verle desde pequeño, probablemente con menos de diez años. Es de la edad de mis hijas e hicimos algún fin de semana familiar juntos, en Basa-Kabi, creo pero, desde entonces, le había perdido la pista; de ahí que hoy, para mí, era un desconocido más al que pedir información. Le cuento que vengo andando desde Portugal y hubiéramos seguido hablando un rato, si no fuera porque entre la comida de ayer y el mediodía de hoy, que ya se acerca, sólo he comido dos briñones y un cuarto de mandarina, además de ir ya sin agua. Con harto dolor me tengo que marchar. Iker, según dijo a su madre, creyó que tenía prisa y a él también le habría encantando seguir charlando y a mí continuar disfrutando de la misma playa que ellos, todos en bolas, en tan magnífico lugar. Pero todo no puede ser. Me despido de María e Iker, pareja a la que no he vuelto a ver; tampoco conozco a Andoni, el chiquitín de la familia. Ya habrá ocasión. Me conformo con el recuerdo de tan bonito encuentro.
Ayer fue la primera aproximación y pude resolver el problema de la batería de la cámara fotográfica. Hoy de lo que tengo urgencia es de contentar mi estómago. Cuando dejo a mis amigos y sigo el camino de tierra, me saltan las lágrimas, acordándome de Andoni. Se nos fue tan joven y fue tan ejemplar en su lucha contra el cáncer, hasta que se sintió sin fuerza para continuar. Siempre tuvo a sus hijos bien orientados y atendidos hasta que no pudo más. Todos, y más su familia, son los que más sufrieron su pérdida, aunque recibieron su muerte bien reconfortados por su comportamiento hasta el final. En el último tramo del recorrido, el viento se agudiza y el camino se vuelve más polvoriento; si a ello añadimos que hay coches que no respetan la velocidad de 20 km/h recomendada, ¡son unos desaprensivos!, me enfado, y el camino resulta poco grato. Me parece un contrasentido no asfaltar el pavimento porque estamos en un parque natural y permitir el paso de vehículos. No habiendo chiringuitos en las playas, el que viene a disfrutar de baños y sol debiera venir ligero de equipaje y a comer lo justo y de bocadillo y así no molestar a los demás. Entro a San José por el mismo sitio que ayer. Entro en la tienda de fotos y, una holandesa afincada allí desde hace años, me vende los dos rollos de diapositivas más baratos de todo el viaje (8 €). De momento, con lo que saca en tan poco lucrativo negocio, costea los estudios de sus hijas y, después, ni ella misma sabe lo que hará. Voy al café de ayer, pero no es hora ni para desayunar ni para comer, así que me animo por comer un tentempié. Ellos me recomiendan otro café-bar: Alhoa, pero no me resulta muy apetitoso lo que me ofrecen y elijo dos tapas que veo en el mostrador: una de ensaladilla rusa y otra de marisco que me caerán bien al coleto acompañadas de dos finos (5 €). Me quedo escribiendo un rato. ¡Tengo tantas cosas para relatar! El servicio lo tengo fuera y, como ya he defecado en la playa, no tengo más necesidad. Mientras escribo, los dos finos me obligan a dar cabezadas sobre el diario; en vista de lo cual logro acabar el relato del día de ayer y lo dejo. Tengo intención de volver a El Emigrante, donde ayer comí a gusto, y soy amigo de certezas, pero me paro antes y entro en La Calilla, a probar incertidumbres. Como gazpacho, salchichas con cebollita al vino y patatas fritas y plátano de postre. Todo me sabe bueno y a buen precio (10 €). Aunque ayer comiera mejor, también era más caro. Empiezo a escribir el diario, pero me tengo que ir porque hay gente esperando para comer en mi mesa. Me voy y vuelvo por agua pero me vuelven a decir que la del grifo es malísima, que no la beben ni los perros, pero no me ofrecen otra alternativa. Así que no me quedará más remedio que comprar una de litro y medio (1 €) y que no abandonaré hasta llegar a la Playa del Embarcadero. Un peso adicional que no estoy habituado a soportar.
Aquí tenemos una visión más característica de la Playa de los Genoveses y que fotografío ya saliendo de San José.
En marcha hacia Los Escullos.
Salgo por la playa y el puerto, y saco una fotografía de lo que viene a continuación. Cuando vuelva a visitar esta playa en invierno de 2010, en mi estancia en Mojacar, con el Imserso, en esta playa había un olor pestilente, “¿acaso la cuidan sólo en verano?”, pregunto y me dicen que es problema de las mareas y las lluvias de invierno. Me queda la duda.
Me meto por las rocas con intención de seguir pegado a la costa pero, enseguida me doy cuenta de que no puedo continuar por allí. Me desnudo, doy un baño y, como no hay espacio, cagaré dos choricillos que el mar volteará contra las rocas y espero que algún animalillo se los coma. Este será mi último y único baño en San José.
Por el Camping continúo hacia Cala Higuera y veo anunciado un albergue. El horario de recepción es tardío y no tengo intención de quedarme a esperar en lugar tan inhóspito, así que cojo camino que, aunque ascendente, es amplio y llevadero, con bonitas vistas al mar y a los acantilados. Me cruzo con un chico francés, que lleva muchos años viviendo en Canarias y que todo el mundo le dice que parece guanche. Yo, por su aspecto, hubiera dicho que más parece un rabino.
Continuaré hacia la playa del Embarcadero; allí veo a un nudista pero, como es playa de piedras y rocas, ni me molesto en bajar, y paso de largo. Luego bajaré en el otro lado, pero las condiciones creo que son aún peores. Hay dos o tres hombres desnudos pero, salvo el refresco para el cuerpo que supone el baño, no disfruto.
Me meto por las rocas con intención de seguir pegado a la costa pero, enseguida me doy cuenta de que no puedo continuar por allí. Me desnudo, doy un baño y, como no hay espacio, cagaré dos choricillos que el mar volteará contra las rocas y espero que algún animalillo se los coma. Este será mi último y único baño en San José.
Por el Camping continúo hacia Cala Higuera y veo anunciado un albergue. El horario de recepción es tardío y no tengo intención de quedarme a esperar en lugar tan inhóspito, así que cojo camino que, aunque ascendente, es amplio y llevadero, con bonitas vistas al mar y a los acantilados. Me cruzo con un chico francés, que lleva muchos años viviendo en Canarias y que todo el mundo le dice que parece guanche. Yo, por su aspecto, hubiera dicho que más parece un rabino.
Continuaré hacia la playa del Embarcadero; allí veo a un nudista pero, como es playa de piedras y rocas, ni me molesto en bajar, y paso de largo. Luego bajaré en el otro lado, pero las condiciones creo que son aún peores. Hay dos o tres hombres desnudos pero, salvo el refresco para el cuerpo que supone el baño, no disfruto.
Bajo por el Castillo de San Felipe y, ya estamos en Los Escullos, al fondo, ya se ve La Isleta del Moro. Me meto entre rocas para sacar fotos, ya que como hay textiles no me animo a desnudarme. Entro en el Emilio, pido una cerveza (1,70 €) y me pongo a escribir. Digo a un señor que vengo andando desde Portugal y José Miguel, que está con una moza, me ayudará a confirmar entradas y salidas al mar del mapa (de los dos mapas) y me convence para que no vaya a la Cala de la Polacra y que trate de dormir en El Playazo de Rodalquilar.
Me dice que La Polacra es de difícil acceso, que este año está sin arena y que no merece la pena ir hasta allí, para regresar por el mismo sitio. Al no haber ido, no puedo ni confirmar, ni negar lo que José Miguel me dice. Como hay un gran farallón al mar, desde donde se ve una bonita vista con mirador, no quedará más remedio que seguir por carretera. A ver si consigo recordar todas las recomendaciones que me hace José Miguel, quien me invita a otra cerveza y acepto gustoso.
El camarero también quiere charla, y yo no quiero ser mal educado pero, a la vez, necesito escribir para no olvidar lo acontecido esta mañana. Me habla del retorno a lo agropecuario; se está demostrando que si se deja a los animales alimentarse de la maleza de los bosques, estos espacios limpios funcionan como cortafuegos y se evitarían muchos incendios. También hacen de sembradores, al trasladar las semillas en sus defecaciones.
Entra en el bar Iñigo y se pone en la barra; es un chico de Irun, ¡otra casualidad del camino!, que trabajó en la cocina del Restaurante Enrique, en Zaisa y ahora es jefe de cocina del Restaurante El Paraíso, de los Escullos; se ve que, al igual que uno con churros en Almerimar, aquí hay otro. Dos paraísos en poco tiempo. Está a pie de playa, me dice, pero está costando conseguir clientela; lo ha podido hacer ahora porque sus niños son pequeños.
En cuanto a vivienda han salido mejorando. En Irun tenían un piso pequeño y ahora, con renta inferior, disponen de casita de dos plantas y jardín. Iñigo se queja de que aquí hay mucho hábito de tapeo y los clientes, cuando van a su local, van con poco apetito; a él, que le gusta ofrecer platos generosos, le molesta mucho que los dejen a medias; recibe la sensación de que no les ha gustado lo suficiente.
Viene una mujer a preguntar porque quiere cenar en El Paraíso; Iñigo le indica cómo llegar y como no se aclara, aunque se va, vuelve para preguntar. Iñigo sale a acompañarle y ella dice que no se moleste y él responde: “no se preocupe, tengo que ir allí, soy el jefe de cocina”. Todo aclarado. Yo también me despido de las personas que quedan allí: el camarero-barman, el señor con el que comencé a hablar y desencadenó la conversación.
Una lección: si quiero escribir, debo permanecer mudo hasta el final. También de una señora que apareció por allí y parece de la casa. Todos me desean suerte y desean que finalice bien mi viaje. Abandono el bar de Emilio y salgo a la carretera. En la foto vemos el Castillo de San Felipe.
Me dice que La Polacra es de difícil acceso, que este año está sin arena y que no merece la pena ir hasta allí, para regresar por el mismo sitio. Al no haber ido, no puedo ni confirmar, ni negar lo que José Miguel me dice. Como hay un gran farallón al mar, desde donde se ve una bonita vista con mirador, no quedará más remedio que seguir por carretera. A ver si consigo recordar todas las recomendaciones que me hace José Miguel, quien me invita a otra cerveza y acepto gustoso.
El camarero también quiere charla, y yo no quiero ser mal educado pero, a la vez, necesito escribir para no olvidar lo acontecido esta mañana. Me habla del retorno a lo agropecuario; se está demostrando que si se deja a los animales alimentarse de la maleza de los bosques, estos espacios limpios funcionan como cortafuegos y se evitarían muchos incendios. También hacen de sembradores, al trasladar las semillas en sus defecaciones.
Entra en el bar Iñigo y se pone en la barra; es un chico de Irun, ¡otra casualidad del camino!, que trabajó en la cocina del Restaurante Enrique, en Zaisa y ahora es jefe de cocina del Restaurante El Paraíso, de los Escullos; se ve que, al igual que uno con churros en Almerimar, aquí hay otro. Dos paraísos en poco tiempo. Está a pie de playa, me dice, pero está costando conseguir clientela; lo ha podido hacer ahora porque sus niños son pequeños.
En cuanto a vivienda han salido mejorando. En Irun tenían un piso pequeño y ahora, con renta inferior, disponen de casita de dos plantas y jardín. Iñigo se queja de que aquí hay mucho hábito de tapeo y los clientes, cuando van a su local, van con poco apetito; a él, que le gusta ofrecer platos generosos, le molesta mucho que los dejen a medias; recibe la sensación de que no les ha gustado lo suficiente.
Viene una mujer a preguntar porque quiere cenar en El Paraíso; Iñigo le indica cómo llegar y como no se aclara, aunque se va, vuelve para preguntar. Iñigo sale a acompañarle y ella dice que no se moleste y él responde: “no se preocupe, tengo que ir allí, soy el jefe de cocina”. Todo aclarado. Yo también me despido de las personas que quedan allí: el camarero-barman, el señor con el que comencé a hablar y desencadenó la conversación.
Una lección: si quiero escribir, debo permanecer mudo hasta el final. También de una señora que apareció por allí y parece de la casa. Todos me desean suerte y desean que finalice bien mi viaje. Abandono el bar de Emilio y salgo a la carretera. En la foto vemos el Castillo de San Felipe.
Hacia La Isleta del Moro.
Hay allí una playa muy concurrida que obliga a la carretera a enfilar en dirección norte. Veo la desviación hacia el cortijo de El Paraíso. De lejos tiene buena pinta y, parece, que con carretera exclusiva. Recuerdo a Iñigo y su fastidio por el tapeo. En el norte, decía: “cuando se va a comer, se va a comer”. Me encamino hacia La Isleta del Moro. Antes del recodo de la carretera, consigo ver La Isleta aislada, bonita para foto, pero delante hay muchos postes y cables, así que desisto. Me acerco más. Quiero verla de cerca, pero sin entrar demasiado en el pueblo, y todo no puede ser. Cuando mejor la veré será cuando la visite en mi viaje a Mojacar con el Imserso. A toro pasado, aunque no sé si el moro tenía o no toro, improviso un mirador que no me deja ver bien la isla, ya que parece unida a tómbolo que, con istmo, parece un estrecho. He puesto el rollo Sensia-400, sobre el que Enrique Capilla me había advertido que lo usara con mucha luz para evitar el grano. Ayer no tenían en San José el Velvia recomendado; contento con que encontré lo que encontré y no había razón para ponerme exigente.
A dormir en El Playazo de Rodalquilar.
La carretera sigue ascendiendo y llego al mirador. Unas nubes ponen sombrero a las cumbres. He ascendido en poco trecho mucha altura y luego habrá que bajar, de nuevo, a altura de playa. Admiro el paisaje costero muy abrupto que da la sensación de no tener playas, pero las tendrá y muy buenas. Empiezo a descender hacia Rodalquilar y veo a cuatro argentinos que cuidan un coche averiado; son de Protección Civil y tres de ellos llevan varios años en España, aunque la primera, con la que hablo, acaba de llegar. Le pregunto si es uruguaya y ella me corrige.
Hay coches parados en un punto que parece indicar la presencia próxima de playa, pero sin indicar su nombre, y cuando encuentro la desviación hacia La Polacra, me vendrá bien la información recibida de José Miguel, con arena desaparecida, para olvidarme de ella y continuar. Nada más pasar Rodalquilar, veré la desviación. Por la carretera veo un GGR (un rugido de tigre). Un coche me saluda, pero no reconozco al conductor (¿José Miguel, Iker, un desconocido?). Intuyo que la playa está en el hueco entre las montañas, pero se me está haciendo eterno llegar; ¡quizás por la fuerte subida al mirador! El sol ya se ha ocultado tras las montañas. En el pueblo de Rodalquilar no acabo de ver su núcleo; quizás esté más hacia el interior. Paso por una urbanización amplia de villitas con piscina. Dos mujeres vienen por el otro lado de la carretera y me dicen que la salida hacia El Playazo está bien indicada y tiene firme de cemento. Esa información me da tranquilidad. Ya veré al llegar. Pasado Rodalquilar, casi estoy a punto de recuperar al sol, pero se queda en casi. Ya está bajando la luz, y algún coche pasa ya con los faros encendidos. No llevo reflectantes pues para esta hora no suelo estar caminando por carretera y respiro cuando veo un lugar en que varios vehículos están saliendo a la carretera. Efectivamente, se confirma la entrada a El Playazo, además de por el indicador, por sus referentes: un fuerte y un castillo. Como ya hay poca luz, los fotografiaré mañana. Pero mañana no saldré por allí (una buena decisión) y me quedaré sin las fotos previstas. En el camino hacia la playa, como pipas de calabaza. Como su nombre indica, El Playazo es amplio y en los dos extremos hay campamentos de caravanas. Me encamino hacia el nordeste con ánimo de evitar el viento de levante pero, al ser playa abierta, sopla igual en cualquier sitio. Veo familia instalada con mesas, sombrillas y me escapo de ella. Me acerco a un pescador, Javier, que llegó ayer y sólo lleva un día de vacaciones. Mañana le veré salir de su caravana, tras dejar sus cañas en la orilla pescando solas. Javier me recomienda que me acerque a dormir a donde está la familia, pero yo prefiero morir antes que perder la vida; veo cómo sale humo y que tendrán para rato y no estoy dispuesto a que me den la noche. Me acerco a una autocaravana también familiar que ha encendido un foco. Quiero poner un SMS a Sara y a Vera y no veo nada. Les pido permiso, para escribirlo con luz, y el pater familias me invitará a sentarme en silla; agradezco, pero me basta con la invitación a luz. Escribo el mensaje mientras él recoge cosas y los niños van duchándose por turnos. La ducha está en el interior de la autocaravana. Una vez escrito el mensaje, como no hay cobertura y no me deja enviar, me recomienda que suba a una cabaña que está sobre una pequeña duna. Voy allí e intento dos veces en vano. La segunda vez, me acompaña uno de los niños. Como no hay forma de enviarlo, me olvido del tema. ¡Mañana será otro día! Ya ha oscurecido mucho, y me voy hacia las dunas, elijo duna baja y me pongo algo alejado de la pasarela de acceso a la playa. Hoy coloco la cabecera en el lado del mar a levante para que las mochilas me quiten los posibles granos de arena que me lance el viento. Además he tomado otra precaución: he colocado la almohada de forma que los tirantes de las mochilas la recogen y coloco la cabeza en el hueco central más amplio y duermo parecido que ayer, aunque hoy hace algo más de frío y, al inicio de la noche, el relente humedece el exterior del saco. Justo encima de mí, la Osa Mayor me protege. No veo ya a Escorpión y ya no lo veré nunca más. La luna es ya, apenas, un filetito casi imperceptible.
Hay coches parados en un punto que parece indicar la presencia próxima de playa, pero sin indicar su nombre, y cuando encuentro la desviación hacia La Polacra, me vendrá bien la información recibida de José Miguel, con arena desaparecida, para olvidarme de ella y continuar. Nada más pasar Rodalquilar, veré la desviación. Por la carretera veo un GGR (un rugido de tigre). Un coche me saluda, pero no reconozco al conductor (¿José Miguel, Iker, un desconocido?). Intuyo que la playa está en el hueco entre las montañas, pero se me está haciendo eterno llegar; ¡quizás por la fuerte subida al mirador! El sol ya se ha ocultado tras las montañas. En el pueblo de Rodalquilar no acabo de ver su núcleo; quizás esté más hacia el interior. Paso por una urbanización amplia de villitas con piscina. Dos mujeres vienen por el otro lado de la carretera y me dicen que la salida hacia El Playazo está bien indicada y tiene firme de cemento. Esa información me da tranquilidad. Ya veré al llegar. Pasado Rodalquilar, casi estoy a punto de recuperar al sol, pero se queda en casi. Ya está bajando la luz, y algún coche pasa ya con los faros encendidos. No llevo reflectantes pues para esta hora no suelo estar caminando por carretera y respiro cuando veo un lugar en que varios vehículos están saliendo a la carretera. Efectivamente, se confirma la entrada a El Playazo, además de por el indicador, por sus referentes: un fuerte y un castillo. Como ya hay poca luz, los fotografiaré mañana. Pero mañana no saldré por allí (una buena decisión) y me quedaré sin las fotos previstas. En el camino hacia la playa, como pipas de calabaza. Como su nombre indica, El Playazo es amplio y en los dos extremos hay campamentos de caravanas. Me encamino hacia el nordeste con ánimo de evitar el viento de levante pero, al ser playa abierta, sopla igual en cualquier sitio. Veo familia instalada con mesas, sombrillas y me escapo de ella. Me acerco a un pescador, Javier, que llegó ayer y sólo lleva un día de vacaciones. Mañana le veré salir de su caravana, tras dejar sus cañas en la orilla pescando solas. Javier me recomienda que me acerque a dormir a donde está la familia, pero yo prefiero morir antes que perder la vida; veo cómo sale humo y que tendrán para rato y no estoy dispuesto a que me den la noche. Me acerco a una autocaravana también familiar que ha encendido un foco. Quiero poner un SMS a Sara y a Vera y no veo nada. Les pido permiso, para escribirlo con luz, y el pater familias me invitará a sentarme en silla; agradezco, pero me basta con la invitación a luz. Escribo el mensaje mientras él recoge cosas y los niños van duchándose por turnos. La ducha está en el interior de la autocaravana. Una vez escrito el mensaje, como no hay cobertura y no me deja enviar, me recomienda que suba a una cabaña que está sobre una pequeña duna. Voy allí e intento dos veces en vano. La segunda vez, me acompaña uno de los niños. Como no hay forma de enviarlo, me olvido del tema. ¡Mañana será otro día! Ya ha oscurecido mucho, y me voy hacia las dunas, elijo duna baja y me pongo algo alejado de la pasarela de acceso a la playa. Hoy coloco la cabecera en el lado del mar a levante para que las mochilas me quiten los posibles granos de arena que me lance el viento. Además he tomado otra precaución: he colocado la almohada de forma que los tirantes de las mochilas la recogen y coloco la cabeza en el hueco central más amplio y duermo parecido que ayer, aunque hoy hace algo más de frío y, al inicio de la noche, el relente humedece el exterior del saco. Justo encima de mí, la Osa Mayor me protege. No veo ya a Escorpión y ya no lo veré nunca más. La luna es ya, apenas, un filetito casi imperceptible.
Lo mejor del día ha sido la despedida de Salva, abrazo incluido. El encuentro tan emotivo con Iker, hijo de mi amigo Andoni, y con María. Me habría quedado horas con ellos si el estómago no me hubiera demandado atención. Interesante la charla en el Emilio de Los Escullos, por las ayudas que me brinda José Miguel y por el encuentro con Iñigo, el cocinero irunés.
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